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lunes, 10 de noviembre de 2014

El sueño de Casandra

Sandra despertaba. Poco a poco iba recobrando la percepción sobre el entorno. Descubrió el roce de la sabana con la piel, el aroma húmedo y fresco del amanecer, también el resplandor filtrado por los ojos de la persiana, y a lo lejos, distinguió el murmullo del tráfico. El extraño sueño que su subconsciente había tejido se deshacía agobiado por la realidad cotidiana. De súbito, la placentera sensación de somnolencia se desvaneció, y fue sustituida por una idea siniestra: la absoluta certeza de que el sueño iba a suceder aquel mismo día. Intentó retenerlo en su pensamiento; pero era como coger agua con las manos abiertas. Sintió con angustia como los detalles escapaban entre los dedos.

Sandra corre por el andén de una estación de metro, se dirige hacía un hombre parado cerca del borde de la plataforma. Se siente pletórica. El tren asoma por el túnel a gran velocidad. Sandra llega hasta el desconocido, que continua de espaldas a ella, y lo empuja a la vía con el absoluto convencimiento de que lo qué hace es lo correcto. El tren arrolla al hombre. Lo despedaza. Asesinarlo hace que Sandra rebose de felicidad.

Durante el desayuno buscó información en Internet acerca de ese tipo de premoniciones. El Síndrome de Casandra es un concepto ficticio que se aplica a quien se cree capaz de ver el futuro y no puede alterarlo. Lo que ella experimentaba no tenía nada de ficticio. A pesar de que siempre había sido una persona de profundas convicciones racionales, estaba convencida de que ese sueño le había revelado una verdad incontestable. No tenía sentido alguno, pero creía, con seguridad, que debía matar a ese tipo. Se preguntó si quizás estaba padeciendo una paranoia. La psicosis consiste en creer que algo es real cuando no lo es, ¿era un delirio?, ¿cuestionarse si había enloquecido era síntoma de que estaba cuerda? Trató de no pensar en ello. Solo había sido un sueño más raro de lo normal, sin más. Su exnovio lo hubiera definido satíricamente como un fallo en Matrix. Ella no era de ningún modo una adivina, aunque… quizás fuera mejor tomar precauciones. Podría llamar al trabajo y avisar que no podía acudir porque estaba enferma. Si se quedaba en casa sería imposible que el augurio se cumpliera. Esa obsesión le parecía una soberana tontería, pero no podía dejar de pensar en ello, el sueño había sido extremadamente tangible. Ni siquiera conocía a aquel hombre, no lo había visto jamás, de eso estaba segura. Se esforzó en evocar su rostro. Nada. Sus facciones no habían cruzado la frontera entre el sueño y la vigilia. El móvil vibró, su jefe acababa de programar una reunión de dirección para las nueve y media. No podía faltar al trabajo.

El ajetreo de tráfico y personas la reconfortó; aun con todo, el mundo seguía trajinando con normalidad. Al ver un taxi libre esperando en el semáforo, se le ocurrió cogerlo. De ese modo evitaría el metro. Pero también suponía aceptar que un estúpido presagio mediatizaba su comportamiento. Decidió no dejarse llevar por bobas elucubraciones. Ella no actuaba de aquel modo, así que apretó el paso camino de la boca de metro. Un único tramo de escaleras mecánicas conducía hasta los andenes, era largo y pronunciado. Lo entendió como una especie de descenso a los infiernos, ¿Dante Alighieri?, estaba demasiado angustiada para que la ocurrencia le hiciera gracia. Que un augurio tan inverosímil la conmoviera de tal modo acentuaba aún más su desazón. A pesar de que todas las mañanas las escaleras mecánicas la transportaban hacía las profundidades del metro, tuvo la desconcertante sensación de que se internaba en un lugar desconocido. Una alimaña alojada en sus tripas le arañó las paredes del estómago. A diferencia del sueño, el andén estaba atestado. No se atrevió a levantar la mirada temiendo reconocer entre la multitud a su posible víctima. La pantalla anunciaba dos minutos hasta la llegada del tren, una eternidad. Se esforzó en recordar cuándo sucedía todo, si antes de subir al vagón o después, en la estación de destino. No lo recordaba. El continuo rio de personas que confluía en el andén provocaba que una multitud se agolpara a la espera del convoy. Alguien la empujó y su corazón dio un vuelco. No era nadie. Por el momento todo transcurría con total normalidad. Subió al vagón. Primera fase superada, se dijo. Sandra se volvió hacia los cristales tratando de no cruzar la mirada con los otros pasajeros. Las paradas se sucedían y la gente entraba y salía del vagón. Inopinadamente movió la cabeza lo suficiente para vislumbrar el reflejo de un tipo moreno con la cara alargada, le resultó extrañamente familiar, pero no era él. Al llegar a la estación de destino, salió del vagón arrastrada por una manada de personas, y zigzagueó por los pasillos con la mirada clavada en el suelo; hubiera podido recorrer ese camino con los ojos cerrados. Salió al exterior, el cielo lucía con un azul profundo y lejano, y Sandra respiró aliviada.

Las preocupaciones cotidianas de la oficina disolvieron el vaticinio hasta convertirlo en un vago y alocado recuerdo. Después de finalizar el trabajo, cuando se dirigía hacía el metro para retornar a su casa, consintió reírse de sí misma por haber dado pábulo a algo tan inverosímil. El viaje de vuelta fue tranquilo. Por las tardes, no hay tantos viajeros y estos están más relajados, sin prisas. La realidad en aquel vagón de metro se le apareció cotidiana y monótona. Siete paradas más tarde, llegó a su estación y enfiló la empinada escalera mecánica. El malestar regresó inesperadamente. Trató de espantarlo afirmando para sí que las profecías auto-cumplidas solo son artificios novelescos, y que en la vida real, donde la gente viaja en metro para ir a trabajar, esas tramas nunca suceden. Mientras ascendía del submundo metropolitano, detenida en la cinta, miraba sin prestar atención las pantallas de publicidad que se sucedían a lo largo de la pared. Fue entonces cuando frente a ella se encarnó el hombre al que había asesinado en sueños. Descendía por la otra escalera. Sintió como sus pulmones se comprimieron dolorosamente. El mundo a su alrededor se derretía y arrugaba como plástico en combustión. Todo desapareció excepto ellos. Quedaron suspendidos en el vacío. Sandra lo contempló aterrorizada, en cambio él parecía por completo ajeno a su presencia. La piel del desconocido palpitaba como agua hirviente, se curvaba y estiraba de tal modo que parecía moldeada con plastilina. Estaba en plena metamorfosis. El mentón se le había alargado hasta alcanzar una proporción antinatural, apareció una doble fila de dientes y una lengua bífida, de las alargadas orejas que colgaban hasta los hombros se engarzaban unos enormes aros, sus ojos cavernosos tenían el iris amarillo y la esclerótica inyectada en sangre, en cada lado de la frente emergían unas protuberancias de hueso macizo, y por el cuello le asomaba el tatuaje de un árbol muerto con las ramas retorcidas que cubría parte de la cara. El escenario suburbano se materializó de nuevo en torno a ellos, estaban a punto de cruzarse, con tan solo estirar el brazo hubiera podido tocarle. Se percató entonces que solo ella era capaz de entrever su verdadero aspecto, nadie más podía percibir su demoniaca Sandra penetró en los cristalinos del demonio y se sumergió en sus pensamientos más recónditos, visitando sus mismísimas entrañas. Lo que allí averiguó fue espantoso. Ese ser tenía planeado cometer una serie de crímenes que provocarían la muerte de miles de personas. Estaba desolada. Recuerdos deslavazados de otras vidas acudieron a su mente. Comprendió por qué debía matarlo, todo formaba parte de la eterna lucha que batallaba contra él. ¿Cuantas veces lo había matado? Sandra aceptó su destino. No podía oponerse. Se desembarazó del ensimismamiento y con renovados bríos emprendió la persecución.

Aún se encontraba por la mitad de la larga cinta de ascenso. Trató de bajar corriendo contra corriente. Era inútil. Tropezaba continuamente con otros viajeros, y a pesar de invertir un gran esfuerzo apenas avanzaba unos escasos metros. Su enemigo estaba a punto de alcanzar el final de la escalera. Marchar hacia arriba y luego volver a bajar le haría perder demasiado tiempo. Golpeó el pulsador de parada de emergencia. La cinta frenó bruscamente y una alarma comenzó a sonar. Sandra bajó atropelladamente la escalera empujando sin miramientos a todo aquel que se le interponía. Él ya había doblado la esquina del corredor sin prestar atención a lo que sucedía tras él. Sandra siempre había procurado que su comportamiento se guiara escrupulosamente por las normas de lo aceptable, entonces ¿cómo era posible que estuviera persiguiendo a un desconocido por los pasillos del metro con la intención de empujarlo a las vías? Alcanzó el final de las escaleras y corrió hacia los pasadizos. No lo veía. En su sueño, Sandra marchaba con seguridad y precisión, en cambio, en la realidad, se movía alocadamente y con torpeza, rebotando de persona en persona mientras recibía miradas desdeñosas. Pero, ¿y si se equivocaba?, ¿y si todo aquello era un acceso de locura e iba a ejecutar a un tipo anónimo que había tenido la mala fortuna de cruzarse con ella en el momento inoportuno? Alcanzó la bifurcación que separaba los dos andenes de la línea, no sabía qué dirección tomar, se estaba quedando sin tiempo. Percibió un intenso y desagradable olor de huevos podridos que provenía de uno de los corredores. Tomó esa dirección.


Sandra llega al andén, no hay mucha gente, aun así no lo distingue, pero presiente que está allí. En su sueño ella disfrutaba de una agradable sensación, la realidad es otra vez muy distinta, la urgencia la atormenta, el tiempo se agota. Oye el rumor del tren aproximándose a la estación. Entonces, lo ve, su postura es tal y como había presagiado en el sueño, está al borde de la plataforma y de espaldas a ella. Es el momento. El tren entra en la estación ruidosamente. Toma impulso y se abalanza sobre él con los brazos extendidos, está muy cerca, ese demonio va a morir despezado, y ella… ella salvará a cientos de inocentes, solo unos metros más, está hecho, es su fin. En el último momento él se vuelve, la mira con una sonrisa irónica y esquiva su empujón fácilmente. Sandra tropieza y cae al suelo. La ha descubierto, el augurio jamás se cumplirá. Presiente que el demonio ha estado jugando con ella todo el tiempo. Simplemente por el mero placer de divertirse. Unos brazos apresan a Sandra como una pinza, alguien la sujeta para evitar que lleve a cabo una nueva intentona. Grita de rabia, debe morir, está llorando, ¿no os dais cuenta que es el demonio?, patalea histérica, ¡es un monstruo!, la gente murmura que es una loca, ¿es que no podéis reconocerle?, él la mira con soberbia y desprecio, no sabéis lo que hacéis, el hombre entra en el vagón, ¡debo matarlo!, y se pierde en la ciudad para siempre. Sandra, inmovilizada en el suelo, observa como el tren se adentra en el túnel mientras desea que todo haya sido un delirio, que él solo sea un urbanita anónimo, que el futuro no esté escrito y que ella no sea Casandra.