Sandra despertaba. Poco a poco iba recobrando la percepción sobre el
entorno. Descubrió el roce de la sabana con la piel, el aroma húmedo y fresco
del amanecer, también el resplandor filtrado por los ojos de la persiana, y a
lo lejos, distinguió el murmullo del tráfico. El extraño sueño que su
subconsciente había tejido se deshacía agobiado por la realidad cotidiana. De
súbito, la placentera sensación de somnolencia se desvaneció, y fue sustituida
por una idea siniestra: la absoluta certeza de que el sueño iba a suceder aquel
mismo día. Intentó retenerlo en su pensamiento; pero era como coger agua con las
manos abiertas. Sintió con angustia como los detalles escapaban entre los
dedos.
Sandra corre por el andén de una estación de metro, se dirige hacía un
hombre parado cerca del borde de la plataforma. Se siente pletórica. El tren
asoma por el túnel a gran velocidad. Sandra llega hasta el desconocido, que continua
de espaldas a ella, y lo empuja a la vía con el absoluto convencimiento de que
lo qué hace es lo correcto. El tren arrolla al hombre. Lo despedaza. Asesinarlo
hace que Sandra rebose de felicidad.
Durante el desayuno buscó información en Internet acerca de ese tipo de
premoniciones. El Síndrome de Casandra es un concepto ficticio que se aplica a
quien se cree capaz de ver el futuro y no puede alterarlo. Lo que ella experimentaba no tenía nada de ficticio. A pesar de que
siempre había sido una persona de profundas convicciones racionales, estaba
convencida de que ese sueño le había revelado una verdad incontestable. No
tenía sentido alguno, pero creía, con seguridad, que debía matar a ese tipo. Se
preguntó si quizás estaba padeciendo una paranoia. La psicosis consiste en
creer que algo es real cuando no lo es, ¿era un delirio?, ¿cuestionarse si había enloquecido era síntoma de que estaba
cuerda? Trató de no pensar en ello. Solo había sido un sueño más raro de lo
normal, sin más. Su exnovio lo hubiera definido satíricamente como un fallo en
Matrix. Ella no era de ningún modo una
adivina, aunque… quizás fuera mejor tomar precauciones. Podría llamar al
trabajo y avisar que no podía acudir porque estaba enferma. Si se quedaba en
casa sería imposible que el augurio se cumpliera. Esa obsesión le parecía una
soberana tontería, pero no podía dejar de pensar en ello, el sueño había sido extremadamente
tangible. Ni siquiera conocía a aquel hombre, no lo había visto jamás, de eso
estaba segura. Se esforzó en evocar su rostro. Nada. Sus facciones no habían cruzado
la frontera entre el sueño y la vigilia. El móvil vibró, su jefe acababa de
programar una reunión de dirección para las nueve y media. No podía faltar al
trabajo.
El ajetreo de tráfico y personas la reconfortó; aun con todo, el mundo
seguía trajinando con normalidad. Al ver un taxi libre esperando en el
semáforo, se le ocurrió cogerlo. De ese modo evitaría el metro. Pero también suponía
aceptar que un estúpido presagio mediatizaba su comportamiento. Decidió no
dejarse llevar por bobas elucubraciones. Ella no actuaba de aquel modo, así que
apretó el paso camino de la boca de metro. Un único tramo de escaleras
mecánicas conducía hasta los andenes, era largo y pronunciado. Lo entendió como
una especie de descenso a los infiernos, ¿Dante Alighieri?, estaba demasiado angustiada
para que la ocurrencia le hiciera gracia. Que un augurio tan inverosímil la
conmoviera de tal modo acentuaba aún más su desazón. A pesar de que todas las mañanas
las escaleras mecánicas la transportaban hacía las profundidades del metro,
tuvo la desconcertante sensación de que se internaba en un lugar desconocido. Una
alimaña alojada en sus tripas le arañó las paredes del estómago. A diferencia
del sueño, el andén estaba atestado. No se atrevió a levantar la mirada
temiendo reconocer entre la multitud a su posible víctima. La pantalla
anunciaba dos minutos hasta la llegada del tren, una eternidad. Se esforzó en
recordar cuándo sucedía todo, si antes de subir al vagón o después, en la
estación de destino. No lo recordaba. El continuo rio de personas que confluía
en el andén provocaba que una multitud se agolpara a la espera del convoy.
Alguien la empujó y su corazón dio un vuelco. No era nadie. Por el momento todo
transcurría con total normalidad. Subió al vagón. Primera fase superada, se dijo. Sandra se volvió hacia los
cristales tratando de no cruzar la mirada con los otros pasajeros. Las paradas
se sucedían y la gente entraba y salía del vagón. Inopinadamente movió la
cabeza lo suficiente para vislumbrar el reflejo de un tipo moreno con la cara
alargada, le resultó extrañamente familiar, pero no era él. Al llegar a la
estación de destino, salió del vagón arrastrada por una manada de personas, y zigzagueó
por los pasillos con la mirada clavada en el suelo; hubiera podido recorrer ese
camino con los ojos cerrados. Salió al exterior, el cielo lucía con un azul profundo
y lejano, y Sandra respiró aliviada.
Las preocupaciones cotidianas de la oficina disolvieron el vaticinio hasta
convertirlo en un vago y alocado recuerdo. Después de finalizar el trabajo,
cuando se dirigía hacía el metro para retornar a su casa, consintió reírse de
sí misma por haber dado pábulo a algo tan inverosímil. El viaje de vuelta fue tranquilo.
Por las tardes, no hay tantos viajeros y estos están más relajados, sin prisas.
La realidad en aquel vagón de metro se le apareció cotidiana y monótona. Siete
paradas más tarde, llegó a su estación y enfiló la empinada escalera mecánica. El
malestar regresó inesperadamente. Trató de espantarlo afirmando para sí que las
profecías auto-cumplidas solo son artificios novelescos, y que en la vida real,
donde la gente viaja en metro para ir a trabajar, esas tramas nunca suceden. Mientras
ascendía del submundo metropolitano, detenida en la cinta, miraba sin prestar
atención las pantallas de publicidad que se sucedían a lo largo de la pared. Fue
entonces cuando frente a ella se encarnó el hombre al que había asesinado en
sueños. Descendía por la otra escalera. Sintió como sus pulmones se comprimieron
dolorosamente. El mundo a su alrededor se derretía y arrugaba como plástico en
combustión. Todo desapareció excepto ellos. Quedaron suspendidos en el vacío. Sandra
lo contempló aterrorizada, en cambio él parecía por completo ajeno a su
presencia. La piel del desconocido palpitaba como agua hirviente, se curvaba y
estiraba de tal modo que parecía moldeada con plastilina. Estaba en plena metamorfosis.
El mentón se le había alargado hasta alcanzar una proporción antinatural, apareció
una doble fila de dientes y una lengua bífida, de las alargadas orejas que colgaban
hasta los hombros se engarzaban unos enormes aros, sus ojos cavernosos tenían
el iris amarillo y la esclerótica inyectada en sangre, en cada lado de la
frente emergían unas protuberancias de hueso macizo, y por el cuello le asomaba
el tatuaje de un árbol muerto con las ramas retorcidas que cubría parte de la
cara. El escenario suburbano se materializó de nuevo en torno a ellos, estaban a punto de cruzarse, con tan solo estirar el
brazo hubiera podido tocarle. Se percató entonces que solo ella era capaz de
entrever su verdadero aspecto, nadie más podía percibir su demoniaca
Sandra penetró en los cristalinos
del demonio y se sumergió en sus pensamientos más recónditos, visitando sus
mismísimas entrañas. Lo que allí averiguó fue espantoso. Ese ser tenía planeado
cometer una serie de crímenes que provocarían la muerte de miles de personas.
Estaba desolada. Recuerdos deslavazados de otras vidas acudieron a su mente. Comprendió
por qué debía matarlo, todo formaba parte de la eterna lucha que batallaba
contra él. ¿Cuantas veces lo había matado? Sandra aceptó su destino. No podía
oponerse. Se desembarazó del ensimismamiento y con renovados bríos emprendió la
persecución.
Aún se encontraba por la mitad de la larga cinta de ascenso. Trató de bajar
corriendo contra corriente. Era inútil. Tropezaba continuamente con otros
viajeros, y a pesar de invertir un gran esfuerzo apenas avanzaba unos escasos
metros. Su enemigo estaba a punto de alcanzar el final de la escalera. Marchar hacia
arriba y luego volver a bajar le haría perder demasiado tiempo. Golpeó el
pulsador de parada de emergencia. La cinta frenó bruscamente y una alarma comenzó
a sonar. Sandra bajó atropelladamente la escalera empujando sin miramientos a
todo aquel que se le interponía. Él ya había doblado la esquina del corredor sin
prestar atención a lo que sucedía tras él. Sandra siempre había procurado que
su comportamiento se guiara escrupulosamente por las normas de lo aceptable,
entonces ¿cómo era posible que estuviera persiguiendo a un desconocido por los
pasillos del metro con la intención de empujarlo a las vías? Alcanzó el final
de las escaleras y corrió hacia los pasadizos. No lo veía. En su sueño, Sandra marchaba
con seguridad y precisión, en cambio, en la realidad, se movía alocadamente y
con torpeza, rebotando de persona en persona mientras recibía miradas
desdeñosas. Pero, ¿y si se equivocaba?, ¿y si todo aquello era un acceso de
locura e iba a ejecutar a un tipo anónimo que había tenido la mala fortuna de
cruzarse con ella en el momento inoportuno? Alcanzó la bifurcación que separaba
los dos andenes de la línea, no sabía qué dirección tomar, se estaba quedando sin
tiempo. Percibió un intenso y desagradable olor de huevos podridos que provenía
de uno de los corredores. Tomó esa dirección.
Sandra llega al andén, no hay mucha gente, aun así no lo distingue, pero
presiente que está allí. En su sueño ella disfrutaba de una agradable sensación,
la realidad es otra vez muy distinta, la urgencia la atormenta, el tiempo se
agota. Oye el rumor del tren aproximándose a la estación. Entonces, lo ve, su
postura es tal y como había presagiado en el sueño, está al borde de la plataforma
y de espaldas a ella. Es el momento. El tren entra en la estación ruidosamente.
Toma impulso y se abalanza sobre él con los brazos extendidos, está muy cerca,
ese demonio va a morir despezado, y ella… ella salvará a cientos de inocentes, solo
unos metros más, está hecho, es su fin. En el último momento él se vuelve, la
mira con una sonrisa irónica y esquiva su empujón fácilmente. Sandra tropieza y
cae al suelo. La ha descubierto, el augurio jamás se cumplirá. Presiente que el
demonio ha estado jugando con ella todo el tiempo. Simplemente por el mero
placer de divertirse. Unos brazos apresan a Sandra como una pinza, alguien la sujeta
para evitar que lleve a cabo una nueva intentona. Grita de rabia, debe morir, está llorando, ¿no os dais cuenta que es el demonio?, patalea
histérica, ¡es un monstruo!, la gente
murmura que es una loca, ¿es que no podéis
reconocerle?, él la mira con soberbia y desprecio, no sabéis lo que hacéis, el hombre entra en el vagón, ¡debo matarlo!, y se pierde en la ciudad para
siempre. Sandra, inmovilizada en el suelo, observa como el tren se adentra en
el túnel mientras desea que todo haya sido un delirio, que él solo sea un
urbanita anónimo, que el futuro no esté escrito y que ella no sea Casandra.
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